La llegada de la Inteligencia Artificial General (AGI) no es una promesa distante: es una transformación que pone en cuestión la relación histórica entre trabajo y capital. Cuando una inteligencia capaz de realizar tareas humanas de manera autónoma se convierte en un factor productivo, deja de ser solo una herramienta y pasa a comportarse como capital. Esto cambia quién obtiene la renta, cómo se organiza el trabajo y qué significa tener un empleo digno. Para las y los trabajadores, no se trata únicamente de salvar puestos: se trata de garantizar participación, seguridad y poder de decisión en un entorno donde la productividad puede concentrarse en manos de quienes controlan la tecnología.
En la práctica, la AGI afectará a las personas de maneras distintas según el sector y el tipo de tareas. Habrá actividades reemplazadas casi por completo —procesos repetitivos en logística o análisis estándar— y otras que se transformarán hacia una relación de complemento con la IA —salud, educación, creatividad—. Si la propiedad y gobernanza de esos sistemas quedan concentradas en pocas empresas o actores, la mayor parte de los beneficios puede capturarse como renta de capital, reduciendo la participación salarial y aumentando la desigualdad. Esto no es solo un problema económico: tiene implicaciones políticas, porque los dueños de la inteligencia tendrían una influencia inédita sobre decisiones públicas y condiciones laborales.
Preguntas que están en juego
¿Quién se beneficiará de la productividad generada por la AGI? ¿Cómo se distribuyen los ingresos cuando máquinas que “piensan” producen valor? ¿Qué derechos deben tener las y los trabajadores frente a decisiones automatizadas que afectan su salario, ascenso o estabilidad laboral? ¿Cómo garantizamos que las transiciones tecnológicas no excluyan a grandes mayorías? Estas preguntas no son teóricas: definirlas ahora determinará si la AGI profundiza la desigualdad o impulsa una prosperidad que se comparta.
El sindicalismo, lejos de ser una institución obsoleta, tiene hoy una oportunidad histórica para redefinirse y liderar esa negociación. Su legitimidad colectiva y su capacidad de organización lo convierten en el actor natural para defender derechos, condicionar procesos de adopción tecnológica y negociar mecanismos de redistribución. Ese rol estratégico no solo implica reclamar compensaciones; implica participar en la gobernanza de la tecnología y en la construcción de reglas que protejan el empleo y la democracia económica.
El rol estratégico del sindicalismo frente a la AGI
Los sindicatos deben asumir un papel activo en cuatro frentes complementarios. Primero, como negociadores: incorporar en los convenios cláusulas que regulen despliegues de automatización, exijan estudios de impacto laboral y establezcan planes de reconversión y tiempos de transición. Segundo, como vigilantes de transparencia: exigir acceso a los criterios y algoritmos que evalúan desempeño, toman decisiones de contratación o despido, y establecer derechos de auditoría algorítmica. Tercero, como vectores de redistribución: negociar participación en los retornos de la productividad —bonos vinculados a productividad algorítmica, fondos de transición financiados por la empresa, esquemas de propiedad compartida de activos digitales— para que la mejora en eficiencia no signifique empobrecimiento salarial. Y cuarto, como formadores y articuladores: diseñar programas de re-skilling y alianzas con universidades, instituciones públicas y privadas para formar perfiles que complementen la AGI (curadores de datos, auditores éticos, gestores de gobernanza).
Hay acciones concretas que los sindicatos pueden impulsar desde ya: exigir protocolos de “human-in-the-loop” en decisiones críticas; negociar fondos de transición laboral para financiar formación y subsidios temporales; incorporar cláusulas de derecho a auditar sistemas automatizados; y promover mecanismos de participación en la propiedad o beneficios tecnológicos. Además, los sindicatos pueden y deben presionar por políticas públicas: impuestos a la renta generada por IA, regulaciones antimonopolio, y un dividendo social que comparta los beneficios de la AGI.
No se trata de frenar la innovación: se trata de dirigirla. La tecnología puede amplificar la dignidad del trabajo si su adopción va acompañada de reglas que protejan empleo, redistribuyan ganancias y mantengan la decisión en manos democráticas. El sindicalismo tiene la experiencia organizativa y la legitimidad social para liderar ese proceso: negociar condiciones, garantizar transparencia y construir herramientas colectivas que protejan a las personas durante la transición.
Para las y los dirigentes: este es el momento de repensar estrategias. Fortalecer capacidades internas (lobbying, conocimiento técnico, auditoría algorítmica), diseñar cláusulas modelo para convenios y construir redes con academia y actores públicos será determinante. Para las y los afiliados: la movilización, la formación y la participación en la definición de estas reglas marcarán la diferencia entre una transición que excluye y una que incluye.
Si queremos que la AGI aumente bienestar en vez de concentración, el sindicalismo no puede observar desde la orilla: debe entrar a la mesa donde se deciden las reglas. Hagamos de la negociación colectiva el mecanismo que asegure que la productividad digital se traduzca en dignidad, derechos y participación para todas y todos.
